domingo, 10 de enero de 2016

JOSÉ SILIÉ RUIZ

10_01_2016 HOY_DOMINGO_100116_ Opinión8 AMis condolencias públicas a mis amigos, los familiares de Pachi Carrasco. En la mansedumbre de Jarabacoa, frente a la montaña –neblinada- y el agradable fresquito de nuestro “crudo” invierno, releí una de las últimas obras del gran neurólogo inglés Oliver Sacks, “Musicofilia”, respecto del cual en otro “conversatorio” comentaremos en detalles. El amante de la música, el melómano, es el definido en dicha obra como el sujeto fanático de la música, pero para algunos es una verdadera adicción, que sin caer en patología, tiene el placer excesivo de disfrutar de ese arte. Pensé entonces en mis gustos musicales.

Fue el músico y dramaturgo francés Pierre-Agustín Carón quien en el 1871 eligió el término melómano para designar aquellos que dedican gran tiempo de sus vidas para la música. La palabra deriva del griego “melos” que significa canto acompañado de música y de “mano” en relación a manía. Se puede afirmar que cualquier individuo que disfruta intensamente la música puede definirse como melómano, no constituyendo esto necesariamente una patología. En mi caso en particular, acepto mi afición por la música, todo lo hago con música, mis hermanos no comprendían en mi juventud cómo yo podía estudiar con música, me levanto y me acuesto con ella.

La música, definida como el arte de ordenar los sonidos en notas y ritmos para obtener un patrón o efecto deseado, se une al lenguaje en formas diferentes como lo recitativo, el canto, la poseía, las inflexiones del lenguaje cotidiano o la notación musical. La música es innata a la mente humana. No hay una sola cultura en el mundo sin música, y nuestros cerebros están diseñados para capturar su magia y conmoverse con ella. Los sonidos se perciben en el lóbulo temporal a través del nervio auditivo, el VIII par craneal, el que no solo nos permite escuchar, sino que participa por igual del equilibrio.

En esa mansedumbre matinal entre nubes y escuchando música vieja, esa que mis hijos la califican de mis “canciones de cuna” (Los Condes, Marco Antonio, Lope Balaguer, Maridalia, Beni More, Ella Fitzgeral, Sabina, Cortez, etc.), hice remembranzas de los momentos en que he sentido gran complacencia al escuchar esas gratificantes ondas sonoras que son parte de una acción innata del cerebro humano como lo es la compleja función cerebral llamada “amplitud musical”. Evoqué el centro cultural Barbican Center de Londres donde escuché la Sinfónica de Londres dirigida entonces por Claudio Abbado, interpretando a Beethoven, Rampal y a Ravel. Volví a sentarme en la Basílica de San Marcos en Venecia, tiene un interior rico en pinturas y murales del Renacimiento para escuchar la música de Vivaldi, con una orquesta de cámara junto a un concierto de voces gregorianas, les aseguro que al oír esa música envolvente y ver sus bellísimos techos y relieves obras de los grandes maestros italianos, uno se traslada al mismo cielo.

Rememoré la hermosa Viena, recordé escuchar la Orquesta Filarmónica de Viena, en el mundialmente famoso Musikverin (Palacio de la Opera) interpretando a mi preferido, a Mozart. Por igual, volver a disfrutar de un embrujante concierto de Fado en Lisboa con Amalia Rodríguez, en su Palacio de Bellas Artes. Estas son vivencias que han sido gratísimas para mis oídos y mi mente, pero debo reconocer que el Jazz me seduce, “el smooth”. En mis años en Londres visitaba con frecuencia el Ronnie Scott Jazz Club de Gerrad Street, en Soho, recuerdo deleitarme con Grover Washington, Shirley Bassey y Winston Marsalis. Por igual en Nueva York, la visita al Blue Note Jazz, de Greenwich Village, y disfrutar de la trompeta de Chirs Botty. También reviví un concierto en el impresionante teatro Colón de Buenos Aires, con música autóctona argentina, recuerdo la chacarera con sus sonoros bombos lengueros (tambores altos) claro, que luego de oír tangos en el Gran Almacén para darle vida corpórea a los inmensos Gardel y Piazzola.

No hay ni música clásica ni música culta, solo hay buena o mala música (las estridencias de hoy no sé cómo llamarlas). La música nos lleva a las más altas cumbres de la emoción, no sin razón las áreas del cerebro con las que escuchamos y discriminamos la música son áreas más grandes que las que usamos para el lenguaje, por lo que podemos definir la especie humana como “una especie musical”. La música es por tanto: irresistible, deleitante, perseguidora e inolvidable, nos produce algo así como “treparse” al arco iris (over the rainbow).
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