París ha sido, desde hace siglos, una cita inevitable para todo amante de la cultura. En sus calles, plazas y museos se condensan siglos de historia, arte y pensamiento que marcaron el rumbo de la civilización moderna. Ciudad de luz y de ideas, París es también una experiencia sensorial: el perfume del café recién hecho al amanecer, la música callejera a la orilla del Sena, la vibración de la palabra y del arte en cada esquina.
Hace unos años, durante una visita académica por España, decidimos pasar unos días en la capital francesa. Llegamos un martes a las tres de la tarde al Aeropuerto Charles de Gaulle. Desde el tren que nos llevaba al centro, la mirada se perdía entre fábricas, calles y jardines, hasta que de pronto, a nuestra derecha, emergió la Torre Eiffel, símbolo universal de la ciudad. Esa primera impresión —de luz, elegancia y equilibrio— definió lo que sería nuestra experiencia en la metrópoli de los grandes museos.
El corazón de la luz
La Torre Eiffel, obra maestra del ingeniero Gustave Eiffel, fue levantada para la Exposición Universal de 1889. Con sus 320 metros de altura, su estructura metálica de más de quince mil piezas y sus tres plataformas, sigue siendo uno de los monumentos más visitados del planeta. Desde sus terrazas, París se extiende como una composición viva: el río Sena serpenteando entre puentes, los tejados grises, las cúpulas y los bulevares trazando un orden perfecto.
A su alrededor, los Campos de Marte son una cita obligada para los viajeros. Allí se mezclan todas las lenguas y rostros del mundo. París es así: plural, humana, luminosa. Eterna ciudad de la cultura, ofrece más de sesenta mil representaciones al año, mil doscientos museos y más de mil quinientos monumentos abiertos al público. El Louvre, el Museo d’Orsay y Versalles concentran más de veinte millones de visitantes cada año, pero más allá de sus cifras, lo que define a París es su espíritu: un lugar donde la belleza y el pensamiento conviven.
En su historia laten los ideales de “Libertad, Igualdad y Fraternidad” proclamados durante la Revolución Francesa. Allí florecieron los filósofos de la Ilustración —Voltaire, Rousseau y Montesquieu— y los escritores que marcaron la literatura universal: Molière, Racine, Balzac, Flaubert, Baudelaire, Proust, Sartre y Beauvoir. En mi caso, la emoción de abrir en mi celular un fragmento de Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, mientras contemplaba las torres de Notre Dame, fue un acto de gratitud al genio romántico que dio a la ciudad su alma literaria.
El Louvre y la herencia del arte universal
Visitar el Museo del Louvre es ingresar a la historia del arte. Lo que fue un castillo medieval y luego palacio real, se convirtió tras la Revolución Francesa en el primer museo público del mundo. Desde 1793 abre sus puertas a la humanidad, custodiando colecciones que recorren siete milenios de cultura. Su icónica pirámide de cristal, diseñada por Ieoh Ming Pei, es hoy el umbral hacia ese universo inagotable.
El Louvre alberga tesoros de todas las civilizaciones: antigüedades egipcias, griegas, romanas y orientales; esculturas, cerámicas, objetos de arte y una de las pinacotecas más extensas del planeta. Allí conviven el David vencedor de Goliatde Caravaggio, La Balsa de la Medusa de Géricault, Las bodas de Caná de Veronese, La Venus de Milo y, en el centro espiritual del museo, La Gioconda de Leonardo da Vinci.
La sonrisa de la Gioconda, rodeada de turistas de todos los idiomas, es un símbolo de lo que París representa: el misterio, la inteligencia y la belleza humana convertidas en arte. Leonardo la pintó en los albores del siglo XVI, y desde entonces su mirada serena ha trascendido el tiempo. Contemplarla es sentir la continuidad entre la genialidad del Renacimiento y la modernidad que París respira en cada gesto.
Montmartre y el alma bohemia
Ningún viaje a París está completo sin subir a Montmartre, el barrio de los artistas y del espíritu libre. Situado en una colina de 130 metros, ofrece una panorámica incomparable de la ciudad.
En su cima se levanta la blanca cúpula del Sagrado Corazón, mientras más abajo, en la Rue Yvonne Le Tac, se encuentra la antigua Iglesia de Saint Pierre, donde los primeros jesuitas pronunciaron sus votos en 1534.
Montmartre fue el refugio de los impresionistas, el escenario donde Van Gogh, Renoir, Toulouse-Lautrec y otros crearon una nueva mirada sobre el mundo. Sus calles conservan aún el aroma del arte espontáneo y del café filosófico. En sus talleres y plazas palpita la herencia de un París bohemio y universal que sigue inspirando a generaciones de creadores.
París, más que una ciudad, es un estado del espíritu. Su luz no se apaga en los siglos, porque está hecha de pensamiento, belleza y memoria. Quien la ha caminado, la lleva consigo para siempre.



